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“El estilo te ayuda a levantarte por las mañanas. Es una forma de vivir, sin estilo no eres nadie. Y no estoy hablando de montañas de ropa”. Amén. La incomparable Diana Vreeland, precursora de las actuales editoras de moda y extravagante redactora en Harpeer’s Bazaar con la columna de “Why don’t you?”, es la autora de tal afirmación.
Habría que preguntarle al rey francés Luis XIV si resucitara si suscribiría la frase, pero en lo que parece que sí estarían de acuerdo si coincidieran en el espacio-tiempo es en que ambos hicieron del estilo el eje central de sus vidas.
“Hacia finales del siglo XVII se inventaron los dos conceptos que desde entonces han sido decisivos para la fama y la balanza comercial del país: la alta cocina y la alta costura, y ambos se hicieron de inmediato inseparables de la imagen nacional. Al mismo tiempo, nacieron profesiones que todavía hoy resultan esenciales en ese universo de la elegancia y el estilo como los cocineros, los modistos e incluso los peluqueros famosos; instituciones que siguen siendo básicas para la vida parisina, como los primeros cafés elegantes del mundo, o el prototipo del mercadillo […], los restaurantes y una inmensa variedad de sorprendentes y selectas boutiques […]”, escribe Joan DeJean en La esencia del estilo (Nerea, San Sebastián, 2008).
Encontré este libro por casualidad en una de mis incursiones bibliotecarias y no dudé ni un instante en llevármelo. Excelentemente documentado, la especialista en cultura francesa DeJean revela numerosos detalles interesantes y curiosos del período en el que el Rey Sol todo lo podía y que ayudan a comprender la forma en la que nuestra sociedad distribuye su tiempo libre y fomenta el consumismo.
Como apunta la autora, aunque los lectores crean que no queda nada en común con los habitantes de París y Versalles de hace cuatro siglos, lo cierto es que el interés de aquella sociedad por la exclusividad vinculada al sector del lujo y a la distribución del ocio apenas ha variado, sólo ha progresado e incrementado.
Amante de los peinados imposibles, de los mejores tejidos, de los diamantes, de las exquisitas creaciones culinarias, de las calles llenas de vida y repletas de tiendas, de los espejos repetidos hasta el infinito, de las fiestas y del “más es más”, Luis XIV tenía una auténtica debilidad: los zapatos.
Sí, parece que no fue Carrie Bradshaw la primera que no podía vivir sin sus Blahnik. Al monarca, orgulloso de sus largas piernas, le gustaba potenciarlas por lo que calzaba unos zapatos con tacón que mandaba decorar con sofisticadas pinturas realizadas los mejores artistas de la época.
Cabeza visible de una clase social en la que el lujo se convirtió en una forma de vida, la capacidad visionaria de Luis XIV, unida al saber hacer de grandes artistas, artesanos e inventores propiciaron el desarrollo de industrias tan dispares como la vinícola, la joyera, la del diseño de moda y complementos, la restauración, la perfumera o la vidriera, que todavía hoy llevan el nombre de Francia por el mundo. De esta forma, como afirma la escritora, Francia es reconocido por ser el país que inventó la elegancia.
Y aunque es cierto ese dicho de que “a lo bueno pronto se acostumbra uno”, a falta de ejercer como monarca absoluto, de dinero interminable para gastar, de un complejo palaciego convertido en ciudad o de toda una corte a tus pies, como decía Diana Vreeland: “La elegancia está en la mente. Si la tienes, el resto viene solo”.