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Después de ver «La dama de hierro» entiendo que Meryl Streep esté nominada como mejor actriz para el Oscar.
Pese a que dentro de su carrera cinematográfica ha desarrollado papeles más importantes que el de reencarnar a la primera ministra británica, Margaret Thatcher (Kramer contra Kramer, Memorias de África, Los puentes de Madison, etc.), la ternura y el carácter que vuelca en su personaje en este biopic hace que casi te olvides de todas las rotundas decisiones políticas que llegó a tomar la que fue líder del Partido Conservador entre 1979 y 1990.
Todos esos momentos cruciales para la historia (los recortes sociales, la reducción de la intervención estatal y la imposición del liberalismo más estricto para atajar la inflación, la abolición del poder sindical, la renegociación para entrar en la CEE, la guerra de las Malvinas, la huelga de los mineros…) van saltando de forma vaga como flash-backs, mientras se deja en primer plano la lucha de esta mujer contra el Alzheimer y su relación con su marido, Denis Thatcher, interpretado con dulzura por Jim Broadbent, que convierte el relato biográfico en una historia de amor.
Más que nada, la película es una reflexión intimista sobre el precio del poder y la presión a la que se ven sometidos los políticos, sobre todo, cuando el papel principal lo desempeña una mujer en un mundo de hombres, lo cual, no deja de ser interesante. Sin embargo, también lo es el análisis de la estrategia seguida por la jefa del Gobierno, que se podía resumir en la frase «El fin justifica los medios», y que no recibe la importancia que merece, cuando nuestra propia sociedad está actualmente en una situación similar de crisis a la que se enfrentó el Reino Unido en aquella época.