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Confieso que mis despertares no se caracterizan por el buen humor. ¿Por qué? Muy simple. Estás durmiendo tan gustosamente y suena el despertador. Y de repente, sientes que el mundo se confabula contra ti. Y notas como te salen nuevas arrugas. Pensamientos agresivos y retorcidos recorren tu mente hasta que sin darte cuenta vuelves a caer en un letargo engañoso. Pero sabes que tienes que escapar de él porque sólo te conduce a batir récords de velocidad en la ducha, delante del espejo y de camino al trabajo. Así que sales de la cama con la cara hecha un poema y te desperezas como un gato, estirándote al máximo para evitar contracturas.

Pero esta mañana, recién levantada, dos bolas perrunas de pelo negro como el azabache hicieron que las comisuras de mi boca se alzaran involuntariamente. Allí estaban mis debilidades, con las patas apoyadas en el alfeizar de la ventana. Sus ojos de botón me dieron unos buenos días que me han llenado de energía.

Y pensando, pensando, me he dado cuenta de que hay cosas, personas o situaciones que te roban sonrisas. Te delatan. Te dejan indefensa. Pero, ¿y lo bien que te quedas?

Me abandono cuando suenan los primeros acordes de las Variaciones Goldberg. Después de tres siglos, ¡enhorabuena maestro Bach! Lo mismo ocurre cuando mis amigas y yo vemos un chico guapo y sólo con mirarnos ya nos entendemos. O cuando admiro en el espejo lo divinas que son las últimas sandalias de taconazo que me he comprado. Siempre sonrío al entrar en el Jardín de San Carlos de A Coruña, esperando por fin sorprender al fantasma de Lady Stanhope en su visita diaria a la tumba de su amante, el general John Moore.

El olor de un bizcocho recién horneado provoca un cierre de párpados y una elevación de sonrisa inmediata. Al igual que cuando adelanto a un coche antiguo sin capota y veo que la acompañante del conductor va perfecta porque lleva la cabeza cubierta con un pañuelo. Cruzarte por la calle con un hombre que usa el perfume que más te gusta para ellos te deja con cara de tonta, ganas de seguir el rastro y un gesto feliz en la boca. Estar enfrente a Las meninas me eriza el vello y me emociona. Viviría en la sala de Velázquez del Museo del Prado. Encender la tele y encontrarme con la sonrisa de Miguel Bosé provoca un efecto lifting inmediato en mi rostro. Me río del botox, cremas y ácido hialurónico todos juntos.

Pido que el tiempo se pare cuando un buen samaritano masajea mi cabeza o incluso cuando juegan con mi pelo. Sí, lo admito, soy fácil y vulnerable en esa situación. Si el cielo existe, por mí, esa persona tiene pase VIP adjudicado. Revolver entre productos de maquillaje y descubrir el lápiz de labios rojo perfecto es todo un acontecimiento. Como dice una amiga mía: «hay que ser aburrida para no pintarte los labios de rojo alguna vez en la vida». Dejar el cuerpo muerto, flotando en el mar, sin escuchar otro sonido que el del agua, mientras el sol me acaricia el rostro me provoca una sonrisa perenne. Tener entre mis manos Seda,  de Alessandro Baricco, y releer algunas páginas, es un placer íntimo. Caminar descalza sobre la hierba cuando llega el verano, notando como las hierbas se enredan entre los dedos, además de cosquillas, hace que sonría. Saborea cómo se derrite en tu boca una onza de chocolate negro y estarás feliz todo el día.

Mira por donde, ahora acabo de sonreír al ver la portada de la revista Elle. Está aquí, a mi lado, esperando a que la hojee y me evada en sus estilismos imposibles y sueñe con los destinos que propone por el Mediterráneo. Me reclama, me mira y me pide que le preste atención…. ¿Y yo? Yo le sonrío.

¿Qué hay de vosotros? ¿Ante qué o quién perdéis la voluntad?