Desde muy pequeña siempre me gustó dibujar, me pasaba el día observando todo aquello que me atraía, parándome en cada detalle: la vela de los barcos, los colores del cielo, el mar, las hojas de los árboles, las ventanas con cortinas que movía el viento… Todo eso conseguía plasmarlo sin problemas en cualquier papel, pero había otro tema que me encantaba y que se me resistía una y otra vez: los ojos de las personas a las que quería.

Por más que lo intentaba, nunca tenían el mismo brillo y no se acercaban, ni por asomo, a todo lo que era capaz de sentir cuando los tenía delante de mí. Cada mirada era diferente y especial y hablaba su propio idioma, como si llevase un montón de palabras escritas en algún lugar entre el iris y la pupila.

Entonces, a base de fijarme para mejorar mis dibujos, me di cuenta de que no sólo los ojos hablaban, también lo hacían las manos, la voz, la forma de andar, sus reacciones o las decisiones que tomaban, creando un baile propio. Era muy curioso, por más tiempo que pasaba a su lado, me era imposible definir cómo eran, pero sí era capaz de ver dentro de ellas, y eso me fascinaba.

Con los años pulí esa habilidad lo suficiente como para no dejarme engañar con las primeras impresiones y aprendí a esperar, a escuchar y a prestar atención al lenguaje del silencio, sin que nadie lo notase.

La verdad es que la mayoría de las veces encuentro mucho más de lo que las personas realmente son conscientes. Hay mundos fantásticos allí dentro, explosiones de creatividad y fantasía que permanecen dormidas a la espera de estímulos; talentos que aún no explotaron por falta de seguridad; hay héroes, con grandes valores, capaces de luchar por lo que quieren cuando llegue su momento, aunque ellos se llamen a sí mismos cobardes; hay montones de niños con ganas de jugar, aunque físicamente ya no sean niños; hay esperanza en aquellos que aparentan no tener fe e ilusiones encerradas detrás de alguna puerta, para que nadie las robe; Amor con mayúscula disfrazado de dureza e insensibilidad aparente o parco en palabras y muchas ganas de reír y hablar, envueltas en amargura, frustración o miedo.

En muchas ocasiones, una palabra, una mano a tiempo o un poco de atención es suficiente para liberar esos tesoros escondidos, y verlos volar es fantástico. Pero en otras hay que escalar muchos muros para llegar hasta ellos y cada vez hay más fortalezas y menos escaladores.

Ser escalador no es nada fácil, yo soy uno de ellos, ya contaré en otro post en qué consiste esto, pero, por si alguno quiere empezar y tiene curiosidad, el primer paso es saber dibujar tal y como yo lo he descrito.

Y no todo son cosas bonitas, el dibujante también se cruza con sitios oscuros, donde no te meterías ni loco, bajo apariencias dulces y agradables. Pozos siniestros que se alimentan con el sufrimiento de los demás y varitas gráciles que envenenan todo lo que tocan. Eso sí, en mi caso, fueron pocos y no suelo perder con ellos ni un solo segundo.

Podría dibujar muchos paisajes… Tantos como personas hay en el mundo.