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«He comprobado que lo que mejor me sienta es tomar un taxi e ir a Tiffany’s. Me calma de golpe ese silencio, esa atmósfera tan arrogante; en un sitio así no podría ocurrirte nada malo, sería imposible, en medio de todos esos hombres con los trajes tan elegantes, y ese encantador aroma a plata y a billetero de cocodrilo. Si encontrase un lugar en la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany’s, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato». Holly Golightly se expresaba así cuando Truman Capote le dio vida en la novela Desayuno en Tiffany’s.

A mí me ocurre lo mismo. Hay objetos cuyos diseños perfectos me calman. Los admiro por su belleza, su significado y todo lo que representan. Se han convertido en clásicosintemporales. Y eso significa que se han ganado un puesto por mérito propio en la Historia.

Me pasa con el edificio Seagram Building de Manhattan o la silla Barcelona, diseñados ambos por Mies van der Rohe, y también con el frasco de Chanel Nº 5, que ha pasado a la posteridad gracias al buen hacer de las vidrierías Brosse.

Pero hoy voy a hablar sobre ciertos complementos y prendas que ocupan en mi lista personal de deseos y obsesiones un puesto preferente. Son mis consentidos, aquellos que tendría antes que cualquier otro modelo en su categoría.

Quienes me conocen saben que siento devoción por los zapatos. Me gustan planos, de tacón y en todos los colores, pero nunca con plataforma. Me horroriza y no conozco a nadie que sepa caminar dignamente con ella. Unos zapatos elegantes levantan un estilismo y el ánimo. Cuando me calzo un tacón y me miro al espejo, sonrío involuntariamente. Y frívolo o no, eso es rematadamente bueno.

Así que os imaginaréis que si pudiera tendría una colección más que importante. Y con esto quiero decir que Imelda Marcos a mi lado sería una aficionada. Y en esa colección el puesto preferente lo ocuparía un par de Campari de Manolo Blahnik. El zapatero español siempre tiene a disposición de sus clientas este modelo. Nunca está descatalogado porque simplemente se ha convertido en una de las señas de identidad de la firma.

Los bolsos ocupan el segundo orden de preferencia en mis complementos. Los tengo grandes, pequeños, con dos asas, con cadena o en forma de cartera de mano. Los mimo y los uso hasta que se acaban. No sé si es cierto que hay lista de espera para comprar un Birkin de Hermès. Lo que está claro es que si pudiera pagar su precio me inscribiría en ella sin dudarlo. Y a esperar. Sospecho que no me iba a importar.Entre las prendas de vestir hay dos que me gustan de forma especial. La primera es la chaqueta negra de tweed que Coco Chanel creó inspirándose en los uniformes de unos camareros y que Karl Lagerfeld reinventa con éxito colección tras colección para la maison parisina desde hace años.

Mi segunda elección es el esmoquin que en 1966 Yves Saint Laurent diseñó adaptándolo a la forma del cuerpo de la mujer. El incomparable Helmut Newton lo inmortalizaría en una fotografía que se ha convertido en histórica. He de decir que pujaría encantada por esta imagen en una subasta. Poder disfrutar de momentos únicos nacidos de la colaboración de dos genios sería un auténtico lujo.

Y para llegar a tiempo a la casa de subastas no se me ocurre nada mejor que estar pendiente de la hora ojeando un reloj Tank de Cartier. No me apasionan los relojes, a no ser que se abrochen mediante una correa de cuero a la muñeca de un hombre. Así, sí. Eso son palabras mayores y mi perdición. Pero para mí, elegiría sin dudar ese diseño de la firma francesa, cuadrado, de acero, con el interior de la caja ligeramente rosado y números romanos. Siempre números romanos.

Al igual que me sucede con los relojes, tampoco siento una especial atracción por las joyas. Aunque reconozco que las hay espectaculares, que las piedras por sí mismas tienen una belleza sin igual y que algunos diseños te transportan directamente al país de las maravillas.

Entre los anillos, de todos los diseños, combinaciones y posibilidades que hay, me quedo con el solitario. Puede que la mayoría de la gente lo vea como un regalo de compromiso de boda, pero yo lo veo simplemente como «el anillo». No me gustaría tener otro y lo llevaría siempre puesto. Es perfecto en talla brillante, montado en oro blanco o platino porque su hermosura está en su sencillez. Aunque nadie me pida matrimonio con una preciosidad así, me lo regalaré. Casarme nunca ha estado entre mis planes, pero él sí. Él ronda mis sueños e ilusiones desde hace años. ¿Y para qué están los sueños? Para perseguirlos. ¿Llegarás a ser mío? Sólo te prometo amor eterno..