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Antonio Murado, Arte, Caspar David Friedrich, Estética, Pintura, Sublime
“Igual que el Aureliano Buendía del comienzo de Cien años de soledad tenía aquel recuerdo de cuando su padre lo había llevado a conocer por primera vez el hielo (le pareció que ‘quemaba’), nuestra memoria del hielo es ésta”, Miguel Anxo Murado.
Sentada frente a aquel mar inabarcable notaba mi respiración cada vez más intensa, los latidos de mi corazón se aceleraron y las inspiraciones profundas no conseguían llenarme del aire que necesitaba. Y a mí alrededor, el silencio, absoluto e inquietante. Cuando conseguí sobreponerme a ese estado, abandoné la sala y salí a la calle. El ruido de las bocinas y las prisas de la gente me devolvieron a la realidad.
Según el escritor griego Longino, lo sublime es una categoría estética que se vincula a la belleza extrema, aquélla que provoca en el espectador un éxtasis que sobrepasa la racionalidad e incluso puede provocar dolor por ser imposible de asimilar. Según su discurso, una obra de arte sublime tiene grandeza, prescinde de opiniones, no depende de la forma y se dirige al interior. Lo sublime involucra y sorprende, hace que te sumerjas en la belleza y no sólo que la contemples.
Supongo que las sensaciones que describo al comienzo de esta entrada, que viví hace pocos años en una exposición sobre Antonio Murado que se celebró en A Coruña, se corresponden con las reflexiones descritas por el escritor. A lo largo de la Historia del Arte, éstas se retomarían en el Renacimiento, en el Barroco y, sobre todo, se desarrollarían por teóricos y artistas en el Romanticismo alemán, donde el género del paisaje fue la estrella de la pintura del movimiento.
Murado nació en Lugo, aunque desde hace más de quince años vive y trabaja en Nueva York, y es uno de los pintores contemporáneos a los que más admiro. Si pudiera viviría rodeada de sus paisajes. Esos que me dejan sin aliento. Los mismos que puedo contemplar una y otra vez y seguir descubriendo en ellos matices. Deslizar la mirada por esos pigmentos que recrean mares infinitos, paisajes helados, playas desoladas y superficies yermas de gamas tenues salpicadas en ocasiones por tonos intensos que hacen que la composición y el espectador habiten el vacío. Cuando te rodea la nada sólo cabe buscar la vida. Y así a punto de eclosionar, en lugares donde todo puede surgir, sitúa mi mente las vistas de este pintor.
Describe su hermano, el periodista y escritor Miguel Anxo Murado, que cuando eran pequeños al pasar por delante de la Librería Alonso de Lugo veían en el escaparate el libro de Giulio Carlo Argan, Historia del Arte Moderno, cuya portada estaba ilustrada con la obra Mar de hielo, de Caspar David Friedrich.
“Recuerdo la cubierta de ese libro, aquella pasión infantil por las exploraciones, aquel mapa de la Antártida que teníamos en nuestro cuarto y aquellas ilustraciones de nuestra infancia ahora, al ver la última producción de mi hermano Antonio, que lleva bien visible la impronta de la fascinación del hielo. Pero estos cuadros transmiten la metafísica del hielo, tan difícil de expresar: su intemporalidad, su inocencia. El paisaje helado, de naturaleza tan efímera, produce, curiosamente, esa extraña sensación de eternidad y perfección”, concluye Miguel Anxo.
Investigador incansable, perfeccionista y de ejecución implacable, los paisajes de este autor lucense enlazan lo figurativo con lo abstracto de forma tan sutil que al espectador le resulta imperceptible el tránsito entre estilos. Las superficies de estas vistas alcanzan tal resolución técnica, que el pintor abandona el pudor y permite que observemos las huellas de cómo compone estos cuadros. Trabaja con pinceles, rodillos y trapos que crean distintos niveles de extracto, transparencias y opacidades a través de los pigmentos empleados, a los que suma ceras, óxidos y barnices que le aportan texturas casi irreales. Los constantes difuminados hacen que la vista pasee por los distintos colores sin inmutarse ante los cambios.
Los críticos califican los paisajes de Murado como inhóspitos, mudos, hostiles hacia la presencia humana, frígidos y resistentes, y puede que por todo ello su contemplación me atraiga irremediablemente. Como la luz a una polilla. En esos vacíos está todo por descubrir. Me revolucionan la sangre. Así, alterada y apasionada me creo capaz de fundir todo ese hielo mientra los observo. Y a eso juego cada vez que contemplo uno de ellos. Pero no se derriten y yo acabo por recuperar el aliento cuando me alejo. Aunque siempre vuelvo, no me rindo. Y ellos tampoco.
Esta entrada está ilustrada con imágenes de paisajes de Antonio Murado que podéis encontrar en las galerías Trinta y Clérigos, dos de las que venden sus creaciones en Galicia.