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Creatividad, Diana Vreeland, Diseño, Estilo, Genio, Harper's Bazaar, Imaginación, Moda, Museum of Metropolitan Art, Nueva York, Vogue
«Lo que presentaba no era lo que era. Prefería ser percibida como frívola. Trabajaba como un perro, pero no quería que se supiera. Vivió para la imaginación, regida por la disciplina, y creó una profesión nueva. Vreeland inventó la editora de moda», Richard Avedon.
Hay personas que viven por y para aparentar. Su día a día se fundamente en el qué dirán, en compararse con los demás y en querer parecerse a aquéllos a los que admiran, que están igual de vacíos.
Todos conocéis a esa clase de gente. Rascas ligeramente con la uña y ves cómo cae descascarillado su baño dorado barato. Van pasando los años y la experiencia hace que la distingas a distancia. Su presencia te provoca infinita pereza, cuando la escuchas te evades y pasas el tiempo imprescindible con ella.
Faltos de personalidad, estos seres no admiten en público que ven Telecinco un viernes por la noche, que ríen a carcajadas con las parodias de Los Morancos, que siguen todas las ligas de fútbol del mundo, que les gusta comer palomitas mientras ven una película o que cuando están en una sala de espera prefieren el Hola al National Geographic porque su gafapastismo mental sólo les permite manifestar que leen a Auster, que ven Redes y que el cine español es bazofia.
Hablan de su amiga de turno diciendo que está casada con Pepito, «que tiene mucho dinero«, aunque a ella le cueste pasar por debajo de las puertas; siempre conocen a los vinculados al poder, apostillando «es muy amigo mío» y les encanta escucharse mientras hablan de forma pedante y antinatural. Agotan. Es imposible que no se saturen a sí mismos con tanto postureo.
A mí me gusta imaginar cómo son las personas que te despiertan algo dentro aunque no las conozcas ni nunca vayas a hacerlo. Las admiro porque su personalidad transmite fuerza, apasionamiento, imaginación y creatividad. Y por eso me gusta imaginar a Diana Vreeland.
Aunque su madre insistió en recordarle desde pequeña que era fea, cuando llegó a Nueva York desde su París natal conquistó con su estilo único y su personalidad arrolladora a Carmel Snow, directora de Harper’s Bazaar, a mediados de los años 30. De esta forma, pronto empezaría a escribir su famosa columna «Why don’t you?» para convertirse con el tiempo en editora de Vogue, revista a la que imprimió la importancia que conserva hasta hoy día. De esta publicación se ha llegado a decir: «la moda es una religión y Vogue es su biblia».
He leído mucho sobre este torbellino de mujer, pero hace poco he podido ver el documental Diana Vreeland. La mirada educada (Diana Vreeland. The eye has to travel) y quedé hipnotizada por su forma de expresarse con el lenguaje verbal y corporal. Con su característico y marcadísimo acento recalcaba cada una de las palabras que salían de su ágil boca, acompañadas por unas manos rematadas en unos dedos infinitos y astutos.
Ella apostó por sacar a Mick Jagger en su revista cuando era un desconocido y resaltar bellezas distintas como las de Lauren Bacall, Barbra Streisand, Twiggy o Anjelica Huston; hizo famosos a los modelos y modelos a los famosos; colaboró con Avedon o Man Ray; cultivó fama de despótica con sus compañeros, aunque daba ejemplo como trabajadora incansable; realizó números increíbles para la revista, como el que dedicó a Japón, donde pasó cinco semanas junto a su equipo hasta convertirlo en una obra de arte y nunca abandonó su afán de superación.
Por eso, cuando Vogue prescindió de sus servicios a comienzos de los años 70, no dudó en aceptar el puesto de colaboradora en el Instituto de Moda que el Museum of Metropolitan Art le ofreció. Fue ella quien dedicó la primera exposición a Cristóbal Balenciaga, que había sido su gran amigo. Los genios se reconocen entre sí.
Ideó un montaje expositivo novedoso, rodeando las creaciones del maestro de importantes obras de arte, ambientado con música española. El éxito fue rotundo y las colas de visitantes que esperaban para entrar son las mismas que se repiten hoy en los centros culturales más importantes cada vez que se programa una muestra sobre moda. El Museo Thyssen, la Fundación Mapfre, la Somerset House o el Musée Galliera tienen mucho que agradecer a Vreeland.
Nunca fue una mujer rica, pero generó una gran riqueza para las empresas e instituciones para las que trabajó. Y sobre todo para los que amamos la belleza y la estética. Y todo gracias a su imaginación, creatividad y esfuerzo. Afirmaba que «la imaginación es tu realidad» y los que «tienen estilo comparten una cosa: la originalidad.
Escribía Truman Capote: «Uno sólo puede pensar en siete u ocho mujeres realmente originales. En América hemos tenido muy pocas. Emily Dickinson fue una. Pero Mrs. Vreeland es una mujer extraordinariamente original […] Es un genio. Pero la clase de genio que muy poca gente reconocerá». Amaba la literatura y el arte y confesaba: «toda mi vida he perseguido el rojo perfecto. Pero he logrado que los pintores lo consigan para mí. Es casi como si les dijera: ‘quiero rococó con un poco de gótico y una pizca de templo budista’ […] El mejor rojo está en color de la capa de un niño en un retrato renacentista«.
Sus uñas y labios rojos y su cigarrillo se han convertido en un icono. Su personalidad arrolladora la alejó de una existencia vulgar, de ésas de las que hablaba al comienzo. De su cerebro privilegiado nació esta frase: «Un vestido nuevo no te conduce a ninguna parte. Lo que importa es la vida que llevas con ese vestido». Pero todavía hay muchos que no lo entienden.