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Una vez, hace unos años, recuerdo que el estrés me sobrepasó. Perdí la forma, la cordura y tuve que pedir ayuda.

Fue a la hora de comer, terminaba un curso de diseño gráfico del INEM. Habíamos quedado todos mis compañeros, incluido el profesor, para celebrar lo bien que nos llevábamos y cómo habíamos disfrutado esas clases en las que aprendíamos y nos reíamos constantemente. Además, también era mi cumpleaños…

Pero no pude ni ir a comer con ellos ni celebrarlo.

Me habían contratado hacía 15 días, por lo que estaba muy contenta, pero el primer trabajo que me encargaron (maquetación, textos y diseño gráfico de una memoria de un evento al que no había asistido), en el plazo en el que me lo exigieron, era descomunal, algo totalmente imposible de hacer y menos por una sola persona.

Por desgracia, no sé qué diablos llevo dentro, que me hace asumir este tipo de cosas sin ponerme limitaciones. Me cargué el muerto a la espalda y trabajé como una burra desde el minuto uno.

Quería dar la talla y siempre me vuelco demasiado. Soy excesivamente responsable, me encanta trabajar y me gusta que las cosas estén bien hechas. Es como si fuera una cuestión de honor.

Hice lo imposible, le pedí ayuda a mi mejor amiga, recurrí a un conocido para que me echara un cable, trabajé todos los fines de semana por cumplir con mi tarea.

¿Y qué pasó el día de la entrega, la hora en la que justo acababa mi jornada laboral?

Que no se podía imprimir porque había una incompatibilidad entre sistemas operativos (Windows y Mac) y el mismo programa de diseño que usaba hacía que todos los textos de la publicación apareciesen con el tipo de letra cambiado y el texto desencajado dependiendo del ordenador con el que fuese abierto. El de la imprenta era un Mac y no tenían Windows.

Algún otro jefe me habría dicho que no pasaba nada, que ya lo arreglaría al día siguiente, pero el que tenía me dijo:

– Tu verás lo que haces, pero esa memoria tiene que estar hecha hoy.

Le expliqué la situación por activa y por pasiva, le dije que lo tendría el sábado. Daba igual, con una voz gélida, sentenció que «no era su problema».

Después de un año en el paro, encontraba un trabajo que me gustaba, en el que me sentía útil, así que no lo quería perder y mi jefe lo sabía, por eso jugó con ello.

Pasé a la acción. Llamé a mi padre para que me llevara hasta la imprenta en coche, que estaba a media hora por autopista, para ver cuál era el problema y a las dos de la tarde fui con el archivo a una agencia de comunicación en la ciudad que conocía y tenía ambos sistemas, para que me lo pasasen a un formato compatible.

A las tres y media de la tarde la conclusión era que aún así iba a tener que corregir todo el texto, página a página y eran unas cuantas. Así que nunca lo tendría hecho para esa tarde.

Mi padre me estaba esperando en la puerta de la agencia, con el coche en doble fila y yo me derrumbé en el asiento del copiloto:

– ¿Qué pasa? -me dijo.

– Nada. Que tengo que arreglar todo el texto, página a página.

– ¿Y qué podemos hacer?

– No lo sé -dije con los ojos vidriosos- Olvídalo. Da igual.

– Algo se podrá hacer.

– Llévame al «Gaucho», por favor, y vete a comer a casa. Ya has hecho demasiado -ese era el nombre del restaurante donde estaba mi clase de diseño gráfico, esperando por mí.

Mi padre me dejó allí, pero se negó a irse.

– A lo mejor tu profesor te puede ayudar y podemos llevar el trabajo a imprenta.

– No, papá, vete. Te va a dar algo, son las cuatro y no has comido por mi culpa.

– Bueno, tú sube y yo te espero. Me llamas al móvil y me dices a ver qué te dice.

Todos esos días no había dormido bien, era mi primer trabajo como diseñadora gráfica y cada pequeño paso de esa memoria me había costado mucho, sin nadie que te explique y te oriente cuando tienes dudas. Además había soportado múltiples correcciones de mi jefe, caprichos que surgían de repente y complicaban la tarea o me obligaban a deshacer lo hecho y volver a empezar.

Mis nervios estaban destrozados y ya no podía más. Subí las escaleras con mi portátil de cuatro kilos en los brazos, siguiendo el rastro de las risas.

– ¡¡¡Mirad, ahí está Laurisas!!! -gritó uno de mis compañeros. Y todos empezaron a cantar a coro: ¡¡Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos todos…!!

Se me cayó el alma al suelo y entonces ya no pude contener las lágrimas, me eché a llorar en la cabecera de la mesa, delante de todos.

– ¡Hey, qué pasa!

Se levantaron en tropel y vinieron hacia mí.

Les conté lo que me había pasado desde el principio, lo cual fue bastante cómico porque mi cabreo era proporcional a los lagrimones que caían por mis mejillas.

– ¡¡Todo es una mierda!! ¡¡Estoy hasta los huevos, joder!! ¡Quieres hacer algo bien. Dices: por fin vuelvo a empezar después de tanto tiempo! ¿Y qué pasa? ¿Qué pasa? ¡¡¡UNA MIEEERRRDA, pasa!!!

No suelo decir tacos y soy una persona muy alegre, así que hasta yo me reí de mí misma, con todos ellos.

– ¡Qué perros! -dijo mi compañero de pupitre- ¡Dime quiénes son y les parto la cara!

– No hace falta, ya tengo dos sicarios contratados -solté muy seria sonándome los mocos con un clínex, mientras todos se reían.

– Joder, ni aún así pierdes el sentido del humor -añadió otro.

– Me río por no llorar… -Dije bajando la vista dolida- ¡Lo peor es que el trabajo me guustaaaa!

Y ahí sí que todos estallaron en carcajadas.

– A ver, ¿tienes ahí la memoria? -dijo mi profesor.

– Sí, pero no creo que puedas arreglar todo. Es demasiado…

– Déjame a mí.

Entonces, poco a poco, se puso con el texto:

– Voy a cambiarte las fuentes para que ocupen menos y vamos a trampear los párrafos.

Y apoyado por tres compañeros más, se encargaron del proyecto.

– ¡Pero es vuestra comida, aún no os habéis tomado el postre! Mi padre está abajo esperando, solo pasaba a saludar y a deciros que no podía estar hoy con vosotros…

– Tú, calla -dice otro- Dile a tu padre que se vaya para casa a comer tranquilo, que esto lo arreglamos como sea.

– Pero…

– Pídete algo de comer. ¡Camarera! -saltó otro más.

– Sí, ¿qué ponemos? -preguntó mirándome preocupada.

– Eeeh… Una tila, por favor -susurré.

Y venga todos a reírse de nuevo.

No me dejaron mirar el ordenador. Estuvieron a vueltas y vueltas, mientras yo me tomaba la tila y otros tantos escuchaban la aventura del día.

Al cabo de una hora, me dijo el profesor:

– Mira. Ya está.

– ¿Pero…? ¡Lo has arreglado!

– ¡Hombre, 15 años en la profesión dan para mucho!

– ¡¡¡¡DIOS, CARLOS, TE QUIEROOOOO!!!! -dije dándole un abrazo que podría haber acabado con su vida- ¡¡¡VIVA LA MADRE QUE TE PARIÓ, TU ABUELA, TU TÍA Y TODA TU FAMILIA!!!

Creo que les gasté a todos la cara con mis besos. Pero aún había otro problema:

– Pues ahora tengo que llevarlo a la imprenta…

– Quieta, ¿a dónde vas?

– A llamar a mi padre.

– No hace falta. Tengo una cuenta FTP, vamos al bar y con wifi, se lo mandamos desde allí.

– ¿Estás seguro? Pesa un montón.

– Tardará más de media hora, pero seguro que llega. Y así, comes algo tranquila.

Fuimos todos al bar y seguimos con suspense la carga del fichero. Yo ya estaba mejor y fui capaz de comer algo, un sandwich, concretamente. Cuando el archivo llegó a Arteixo, en el bar se hizo el silencio a la espera de una llamada. Tardó diez largos minutos, pero sonó el móvil:

– ¡Javi, dame una buena noticia! -le dije al de la imprenta.

– ¡¡Lo estamos imprimiendo!! -me contestó.

Saltamos todos de alegría, hasta los camareros, que habían seguido con interés la historia y nos invitaron a chupitos.

Al cabo de hora y media de risas, me llama mi jefe. Esta vez salí fuera.

– ¡Qué!, ¿cómo va la cosa? -pregunta animado.

– Está en imprenta.

– ¿Ves? No era para tanto. Sabía que podías hacer ese esfuerzo.

No sé cuántas barbaridades solté por minuto ni cuándo se me puso la voz de Harry el Sucio, pero después del trabajo y dedicación de tanta gente y toda la tensión acumulada, ya me daba igual lo que pudiera pasar. Nunca las palabras habían estado tan bien colocadas como aquel día.

Lo curioso es que seguí trabajando para aquella empresa después de eso, es más, hasta el trato cambió. No se atrevieron a presionarme nunca más.

Lo pasé fatal, es cierto, pero aprendí un montón de cosas:

1) Que para que te respeten, tienes que hacerte respetar. Mala hostia incluida.

2) Que ningún puesto de trabajo debería ser más importante que tu salud.

3) Y que tengo una familia y unos amigos fantásticos. Así que soy tremendamente afortunada.