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Cuando llegamos al hotel, después de unos cuantos errores de GPS -por suerte, yo siempre llevo un mapa en papel-, eran las dos y media de la tarde. Subimos rápidamente las maletas y bajamos al restaurante del establecimiento sin plantearnos buscar otras opciones. En Asturias siempre se come bien y había visto un menú de fabada y chuletón que nos había llegado al alma.
Al salir de nuestro cuarto, el encargado del local estaba repartiendo los carteles del concierto por todas las habitaciones al ritmo de los éxitos de Bruce, que sonaban a unos cuantos decibelios por encima de la media. En Gijón no se hablaba de otra cosa.
– ¿Vais a ir al concierto? -nos preguntó la camarera mientras nos preparaba la mesa.
– Sí, vinimos a propósito para ello.
– Entonces os voy a traer el puchero. Lo vais a necesitar.
Tenía mucha razón, aunque en ese momento no me imaginaba hasta qué punto.
Después de las provisiones, decidimos salir a explorar.
Gijón se parece mucho a Coruña. Al igual que ella, también es una península que se adentra en el mar, pero mucho más pequeña. En realidad, la ciudad crece siguiendo la costa hacia el oeste y el este.
Desde donde estábamos, cerca de la plaza del Ayuntamiento, cruzamos el casco antiguo, partiendo de la Casa Natal de Jovellanos, en dirección al puerto deportivo. Allí nos encontramos con la estatua de Don Pelayo, el Palacio de Revillagigedo y la Colegiata de San Juan Bautista, que nos animó a perdernos por las callejuelas de las sidrerías de Cimadevilla, llenas de casitas bajas y recovecos tentadores donde refugiarse a la sombra.
Desde la Subida al Cerro de Santa Catalina, pudimos ver el puerto exterior de Gijón y la playa de Poniente, entre antiguos cañones, para volver después sobre nuestros pasos y visitar la Sala de Exposiciones Antigua Rula, donde seguimos el desarrollo de la ciudad a través de la historia de la carpintería de ribera. Todo un arte que dio lugar a fragatas, corbetas y bergantines de madera que cruzaron el Atlántico.
Con la cabeza llena de historias y tras una rápida y justita siesta, a las siete recorrimos a paso rápido la playa de San Lorenzo, hacia el este, adentrándonos en el parque de Isabel La Católica, en busca de nuestra meta, el estadio «El Molinón».
Tenía el corazón acelerado. Llevaba tanto tiempo esperando ese momento que no me lo podía creer:
– ¡Vamos a ver a Bruce! ¡Vamos a ver a Bruce! -le repetía a Israel como si fuera un mantra.
La gente empezaba a aumentar de forma progresiva. Todos íbamos al mismo sitio y a la misma hora. Mi adrenalina estaba por las nubes.
Entonces, antes de cruzar el semáforo, cogida de la mano de Israel, y dejar atrás el arenal, me giré para sacar una de mis fotos mentales, esas que no olvido nunca.
El sol empezaba a descender, dejando una luz dorada en todo lo que tocaba y el mar, agitado, llegaba hasta el paseo. Bruce Springsteen. Gijón. 2013.
No fue difícil entrar en el estadio, la mayor parte de fans habían acampado los días anteriores y ya estaban dentro, así que sólo tuvimos que sortear la barrera de vasos de plástico, bolsas y cartones que habían dejado como pruebas de su existencia.
«El Molinón» es un estadio relativamente pequeño, como el de Riazor, y la verdad es que en la pista, en pleno campo, había sitio de sobra, así que nos mantuvimos a una distancia media para tener más perspectiva y ver mejor.
A nuestro lado, un grupo de moteros del sur nos amenizó la tarde hasta que todo se llenó por completo.
– Tío, yo sabes que te quiero mucho y te respeto, pero roncas -le decía a su compañero, contando a los demás las intimidades de su día a día.
Mientras tanto, no paraba de pasar gente y gente, pero la media de edad estaba entre los 30 y los 50 años. Había padres que incluso llevaban a sus propios hijos.
Cuando parecía no caber nadie más, uno de nuestros vecinos de pista comentó que lo normal era media hora de retraso mínimo. Llevábamos 15 minutos cuando la gente empezó a aplaudir, hizo varias veces la ola y coreó unos cuantos oé-oé sólo cuando vieron que el de los focos cogía un arnés.
Aún se hizo de rogar 20 minutos más, hasta que todo el equipo entró a la vez en el escenario y empezamos a botar cantando «My Love Will Not Let You Down». Las manos levantadas, el cuerpo desbocado y una sonrisa de oreja a oreja:
– ¡¡IRRA, SE VE GENIAL!! ¡¡Lolololololololololololololo!!
Creo que Israel ya se lo estaba pasando bien solo de verme.
– ¡¡UUUUUUUUUUUAAAAAAAAAHHHHH, GUAAAPOOOO!! ¡¡Está genial. Parece más joven que mi padre!!
«Out in the Street«, de su álbum «The River«, nunca había sonado mejor.
Bruce se estaba dando un baño de masas, dando la mano a todo el mundo, dejándose tocar por todas partes: la cara, el cuello, la camisa, incluso el pantalón.
– Pero… pero… como fai iso? Pódeno matar! -decía un asombrado Israel.
– Los que están en primera fila son los fans de toda la vida -le dije riéndome- Lo siguen a todos los conciertos, hay confianza.
– ¡¡GIJOOOUUN!! -gritaba Bruce y todos nos moríamos.
Como siempre, llovieron los carteles del público con los nombres de sus canciones preferidas, pidiéndole a Bruce que las cantara, mientras él elegía unos cuantos corriendo de aquí para allá al sonido vibrante de los platillos de la batería. Enseñaba a su equipo la canción y después la enseñaba a la cámara que seguía sus pasos proyectando sus pasos en tres pantallas gigantes de LEDs. La realización era estupenda.
– ¡¡ONE, TWO, THREE, FOUR!!
Así cayeron «Better days«, la divertida «Ain’t Good Enough For You» y la rockera «Travelin’ Band«. Detrás de una venía otra, casi no había ni tres segundos de separación, aquel hombre no quería que nos aburriésemos bajo ningún concepto y cantó «Wrecking Ball«, de su último disco, con su voz preciosa y desgarradora, que, como los vinos, mejora con la edad, acompañada de cuerdas y vientos.
Yo no sabía qué hacer: cantaba, hacía los coros, grababa vídeos con el móvil, saltaba, levantaba los brazos, saltaba:
– ¡¡Death To My Hometown!!¡EEEEHH!
También, de las últimas, una marcha folk «por una ciudad fantasma que no fue destrozada por ‘bombas ni cañones ni dictadores’, sino por ‘buitres avariciosos’ que hicieron el trabajo sucio de acabar con ella, dejándola en la ruina», tal y como explicaban en el artículo sobre el nuevo disco del «Boss», en «El País».
Y saltamos a la intensa «Spirit in the night«, de su primer disco, una noche loca que vivió de nuevo como si fuera la primera vez.
Más o menos, así siguió hasta 31 canciones en total, imparable. Discografía arriba, discografía abajo. Entre ellas: «The River«, «Because the night», «She’s the One«, «Drive All Night«, «The Rising«, «Born in the USA«, «Tenth Avenue Freeze-Out«…
En todas se dejaba la piel: corría por el escenario, ponía muecas, tocaba el piano con la cabeza, jugaba con sus compañeros o pedía voluntarios entre el público que le ayudaran a seguir adelante.
Eso es un espectáculo y lo demás son tonterías.
– ¡QUÉ, IRRA! ¿TE GUSTA?
– ESTOU FLIPANDO!
Con «Waitin’ On A Sunny Day» sacó a un niño al escenario para que cantara él el estribillo. Tendría ocho años, pero se lo sabía de memoria en inglés y pudo entonarlo con Bruce a su lado. Todo el estadio le hizo los coros.
Después, para seguir el juego, Bruce le dijo algo al oído, pero el niño no lo entendía. Él volvió a intentarlo mandando callar a los músicos y al público, para que se hiciera el silencio.
Volvió a decírselo, pero el chaval no debía dominar el inglés para tanto, así que Bruce lo cogió en brazos, deslizándose en el suelo con él ante los aplausos de la gente.
Más adelante, sacó a bailar con él a una chica en «Dancing in the Dark«, a la que tuvo que hacer la cobra sonriente varias veces seguidas, así que a la siguiente espontánea le dio directamente una guitarra y le pidió con mímica que hiciera lo mismo que el resto de la banda, en una estupenda coreografía.
El momento culmen sin duda llegó tras cuatro horas de concierto, a la una y media de la mañana, cuando Bruce dijo que ya no podía más, se sentó en el escenario y dijo que necesitaba refrescarse.
Un niño de pocos años apareció volando entre los brazos de la gente. Stevie Van Zandt le acercó un cubo con una esponja al pequeño y le indicó que la espachurrara sobre la cabeza de Bruce. El chaval no se lo pensó y empapó a Springsteen de arriba a abajo, no solo una, sino dos veces.
Agitando la cabeza, se despidió del niño, cogió su guitarra y preguntó:
– ¿QUERÉIS UNA MÁAAAAASSS?
-¡¡¡SÍIIIIIIIIIII!!! -reclamaba el público.
Y entonces sonaron «Twist and Shout», «Shout» y, para terminar, tras las peticiones de bis, «Thunder road» en acústico, ya sin el resto del grupo.
Cuando todo acabó, me dolía todo el cuerpo, sobre todo, las piernas, pero no era la única:
– Joder, tío estoy reventado. 64 años que tiene, ¡es una pasada! ¡Menudo concierto! -decía un chico de mi edad que estaba arrastrando los pies.
– Por eso no los hace seguidos -le dijo su amigo- Necesita descansar.
– Hostia, necesita descansar él ¡¡y yo!! ¡¡Cualquiera le aguanta el ritmo!!
Israel y yo no nos parábamos de reír, medio destrozados y hambrientos, nos apoyamos el uno en el otro para volver al hotel. Los dos sabíamos que no íbamos a olvidar esto en la vida.