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Un día mi padre me contó que mi bisabuelo había sido juez de paz en el pequeño municipio de A Golada. Yo, que a mi corta edad no tenía ni idea de qué era eso, le pregunté:
– A veces, en los pueblos -me explicó-, cuando surgía alguna disputa y no se disponía ni del tiempo ni del dinero para embarcarse en un juicio, las partes en conflicto podían recurrir a esta figura, que solía ser una persona conocida por su sensatez y buen criterio y que no necesariamente tenía que tener estudios. Después de que cada uno le contara su versión de los hechos, fuera cual fuera su decisión al respecto, esta se acataba como si fuese la propia ley.
– ¿Cómo un sheriff? -le dije.
– Algo así -me contestó riendo-. Tu bisabuelo era un hombre muy humilde y muy bueno, prestaba atención y se ponía en el lugar de los demás. Todo el mundo lo quería y lo respetaba y siempre le pedían consejo, aunque no era médico, ni maestro, ni abogado. Tenía unas cuantas vacas y trabajaba la tierra, pero cuando hablaba, la gente le escuchaba. Podía haberse beneficiado de esa posición, pero prefería mil veces intentar ser justo y morir con la conciencia tranquila, a ser rico y no poder dormir.
Aún ahora, cuando pienso en él, me lo imagino como James Stewart.
Siempre quise ser así. No un superhéroe, sino una persona íntegra, fiel a unos valores que pudiesen percibirse en mis actos y eso, hoy en día, casi parece más propio del género fantástico.
Hace tiempo que los filósofos concretaron que llegar a alcanzar el sentido más puro del amor, la libertad, la amistad, la justicia… era imposible para un ser humano imperfecto, pero sí reconocieron que deberíamos tenerlos presentes para intentarlo al menos.
Esta segunda parte de la teoría se debió de quedar en el limbo, ya que en este país, por desgracia, reina la picaresca y esta hasta se premia o se aplaude, cuando en realidad nos está lastrando y nos impide avanzar.
Hace cientos de años que numerosas tribus entendieron que para sobrevivir era necesario buscar el bien común y, sin embargo, nosotros, con toda nuestra cultura y nuestros grandes avances, seguimos preocupándonos cada uno por nuestro propio culo.
Somos cortos de miras y sólo vemos nuestro presente inmediato, nos centramos en vivir hoy y no de cualquier manera, sino con todas las comodidades -incluso aquellas que no necesitamos-, nos quedamos con lo fácil porque somos redomadamente vagos, pero olvidamos que para crecer, hay que poner un ojo en el futuro y buscar aspiraciones que nos lleven a superarnos.
Si algo nos parece mal, lo criticamos en voz alta, escupimos toda nuestra mala baba, pero nunca hacemos nada para cambiarlo.
“Así nos va. Tenemos lo que nos merecemos”, escucho constantemente, y todo termina en un suspiro.
Pero lo peor viene cuando alguien intenta hacer algo diferente. Entonces, en vez de apoyarle, le decimos que está loco, intentamos echarle para atrás como sea, apostillando que es por su bien, o directamente hablamos mal de él a sus espaldas, porque -y he aquí la cruda realidad- necesitamos autojustificar nuestra inacción. Y si le va bien, peor, porque nos morimos de envidia.
Somos patéticos… ¿o no?
Un amigo me dijo que siempre serás lo que creas ser.
Todos esos grandes ideales románticos que suenan tan rimbombantes y lejanos, aparecen día tras día en nuestras decisiones, desde la más insignificante hasta la más compleja y siempre podemos escoger.
He visto a una lengua viperina mantener a raya sus impulsos para no herir sensibilidades, siendo capaz de escuchar y comprender lo que no compartía, hablando con respeto, gracias al cariño que sentía.
Gente con la que no tenía trato me ha ayudado en circunstancias difíciles, aunque no me conocían ni tenían por qué hacerlo.
También recuerdo cómo una persona admitió un error en público y pidió perdón a aquel al que había ofendido, dejando de lado su orgullo cuando parecía impensable.
Uno de mis grandes profesores me dijo, basándose en su experiencia, que la base del periodismo era la humildad, porque ella me capacitaría para aprender de los demás y me aproximaría más a la realidad.
Y aquel día que se me cayó la cartera en Salamanca con cien euros en el billetero. El policía me dijo que un hombre había ido expresamente a la comisaría para que me la guardaran.
Mi madre, por su parte, siempre me enseñó con su ejemplo a dar sin esperar nada a cambio y a aprender a valorar lo que recibes. Ella siempre echa una mano a quien le haga falta y no se lo piensa dos veces, tal y como hacía antes mi abuela.
Mi padre me inculcó el sentido de la responsabilidad porque siempre cuida de todo el mundo como si fuera de su propia familia.
Israel ha hecho cosas increíbles por estar a mi lado…
La vida da muchas oportunidades y los resultados dependen de ti.