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A Lanzada, Barrantes, Cambados, Combarro, Illa da Toxa, Monasterio de Armenteira, O Grove, Oporto, Pontevedra, Portonovo, Ruta da Pedra e da Auga, Vacaciones
Dicen que se necesitan al menos tres semanas fuera de la rutina diaria para desconectar. “A ser posible, que esta estancia transcurra en el extranjero o en un lugar donde no haya conocidos ni cobertura móvil”, apostillo yo.
Estamos tan sumamente comunicados que casi no tenemos tiempo para nosotros mismos. Nuestro teléfono interior, ese que nos llama para hacernos recordar, pensar y reflexionar sobre nuestra vida, no funciona. Siempre hay algo que hacer, alguien que reclama nuestra atención vía mail, redes sociales, Whatsapp o Line y si no hay respuesta inmediata, es que algo ha pasado. Da igual que tengamos trabajo o no, siempre estamos muy ocupados.
Me dedico a estas cosas y me apasionan, pero hasta yo reconozco que esto es insostenible.
No es que sea antisocial, ni mucho menos, adoro y cuido a mis amigos y a mi familia, pero sí me gusta estar sola de vez en cuando. Disfrutar del silencio buscado, sentir que puedo decidir lo que quiero hacer, sin obligaciones ni tareas, sin tener que preguntarle a nadie si le apetece.
Me encanta sumirme en esa concentración total, cuando estás volcada en un trabajo artístico que acapara toda tu mente y las horas pasan sin que te des cuenta. Poder escuchar tus pensamientos y saber que nadie los va a interrumpir.
La fuerza de la imaginación siempre me ha regalado otros mundos, distintos a este, pero igual de importantes.
De hecho, hace tiempo que pensaba si sería capaz de estar un mes sola en algún pueblecito con mar, fuera de Coruña, para poder escribir, volver a pintar y distanciarme un poco del día a día. Quizá un apartamento con terraza o una casa con jardín para trabajar al aire libre, pero tenía dudas. A lo mejor me acababa aburriendo.
Sin embargo, cosas de la vida, mis padres nos anunciaron a mí y a mi hermano que este año iban a alquilar un piso en Portonovo y querían que fuésemos con ellos.
Fue algo repentino, porque no pensaba irme de vacaciones y tuve que cargar con el ordenador y hacer dos escapadas a Coruña para resolver trabajos pendientes. Además, tampoco conté con mucho tiempo para estar sola, porque mis padres no se iban de viaje desde hace años y estaban muy ilusionados, con muchas ganas de salir.
Hubo choque de biorritmos y objetivos. Ya se sabe, edades distanciadas, formas de organización, gustos y estilos diferentes. ¿Cómo la familia González logró convivir en un espacio reducido? Aún no lo sé, podría desarrollar un monólogo de humor fuera de serie.
Maletas que parece que son para todo un año en la jungla; la plancha, crucial para hacer la raya a los pantalones de vestir. ¿De chándal? No, nunca. Y zapatos castellanos, hasta para ir al monte; que si el coche tiene que estar siempre en un párking, porque siempre hay alguien que quiere robarlo; se necesita todo un día para adaptarse a una casa, es fundamental saber en 12 horas dónde está cada cosa; hay que hacer una ronda de reconocimiento al pueblo a ver a cuánto están todos los menús del día de la zona, qué supermercados hay y cuánto tiempo tardamos en ir andando con las bolsas hasta el piso; y bueno, si lo hemos alquilado, ¿para qué vamos a ir a los pueblos de excursión?, hay que aprovecharlo estando en él y en la piscina…
Pero aún así, por breves momentos, pude disfrutar de paseos junto a la playa, de las lecturas bajo la sombra y esa calma tan especial que se produce cuando no hay prisas.
Un día encendí el ordenador sobre aquella mesa de cristal, en una sala donde todo era luz de verano, azul y naranja, con el único sonido de las risas y los chapuzones de los niños en una piscina próxima. Las palabras fluyeron solas, alegres, con ganas de jugar.
Por la mañana hacía tostadas para todos y desayunábamos en la terraza, con la brisa del mar.
Conseguí callejear cámara en mano por Pontevedra, capturando balcones llenos de flores, cafés al aire libre, blasones, placitas inesperadas y tiendas de oficios que ya casi no existen.
Recorrí toda la costa en coche hasta o Grove, parando en A Lanzada -en la que nadé largo y tendido unos días después- y más tarde saludé a la playa de Pedras Negras y a la illa da Toxa, otra vez, para terminar la noche cenando entre los hórreos de Combarro.
Israel estuvo conmigo un fin de semana y juntos fuimos a visitar a un amigo al que no veía desde hace tiempo en Cambados. Compartí con ellos un Albariño en el barrio de Santo Tomé, con vistas a los restos de la torre de San Sadurniño, de la que nos contó que servía para alertar de los ataques vikingos.
Al día siguiente, seguimos el río Armenteira desde Barrantes (Ribadumia), a través de la «Ruta da Pedra e da Auga”, cubiertos por la copa de los árboles y guiados por saltos y pequeñas cascadas hasta el monasterio del mismo nombre. De allí me llevé galletas de nata y jabones de flores, hechos por las monjas.
Como los pequeños, yo también aproveché la piscina, a las ocho de la tarde, cuando el agua está templada por el sol y ya no queda nadie.
El último día, como reto personal, me propuse llevarlos a todos a que hicieran el paseo en barco en Oporto. Sólo fueron unas escasas horas porque a mi madre le dio un golpe de calor y nos tuvimos que volver, pero al menos tuve tiempo de prometerle un fin de semana a las calles de la ciudad. Portugal siempre me conquista.
¿Quién sabe? Puede que un día acabe por allí, escribiendo una novela en una casita en medio del bosque.
Laura, es una delicia leerte… No cambies nunca… que sepas que me tienes como admiradora invisible. Incluso parece que formé parte de esas plácidas vacaciones.
Un besazo mademoiselle!
Solepoppins!! Qué sorpresa!! Muchas gracias!! Es un placer escribir sabiendo que tú estarás al otro lado. Tenemos que quedar un día cuando vuelvas por Coruña. Je t’embrasse très fort!! 😀