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«Soy esa clase de mujer que se paga sus propias copas», Ava Gardner.
Decía Frank Sinatra: «A Ava la llevo en la sangre». La verdad es que no concibo otra manera de relacionarse con esta mujer. Se amaron con locura y discutieron y pelearon como nadie. Aún así, cuenta Gay Talese, en Retratos y encuentros, que en la casa de los padres del cantante siempre hubo fotos de la actriz, a la que siempre consideró el amor de su vida.
Me enamoré de Ava Gardner cuando todavía era una niña y la vi por primera vez en La condesa descalza. Luego vendrían muchas revisiones de un filme que se ha convertido en uno de mis favoritos. Y lo es porque desde siempre me ha fascinado la bailarina María Vargas, interpretada grandiosamente por Ava. En realidad, no sé si a Mankiewicz se le pasó por la cabeza otra posible intérprete, pero teniéndola a ella para qué molestarse.
Con esta película nació la frase que la acompañaría de por vida y que ha perpetuado la leyenda. Y es que no hubo un animal más bello en el mundo. Su apariencia puede resultar fría en una primera impresión, pero con un solo parpadeo o movimiento de su boca perfecta sabes que su interior es magma en inquietante movimiento.
Como su personaje de María Vargas, Ava Lavinia abandonó Hollywood para vivir en Madrid, lejos de las estrictas reglas que imponían los grandes estudios, trasnochar, beber, vivir y llevarse a la cama a todos los hombres que le apeteció, incluido al guapo Luis Miguel Dominguín. En otra de sus grandes películas, La noche de la iguana, volvía a interpretar a una mujer completamente libre en una época en la que no estaba bien visto hacer lo que te daba la real gana si tu defecto era haber nacido sin pene.
«Si Ava hubiese sido una gran actriz como Garbo compartirían ambas una misma frustración por no haber dado de ellas mismas un mínimo de lo que, indudablemente, podía dar. Esos rostros que se acercaron por momento a la sublimidad de las mejores pasiones no tuvieron la oportunidad de expresar las grandes conquistas del espíritu. Esos labios prodigiosos tuvieron que resignarse o no abrirse nunca para exponer las mejores palabras del intelecto humano. Se limitaron a ser portavoces de una tontería impuesta, de una mediocridad que, sin embargo, no les impidió elevarse a la categoría de divinidades del nuevo Olimpo. Pero la luz de ambas resplandeció más allá de tantas imposibilidades. Y esta luz es la que permanece en el recuerdo y lo domina», así describe Terenci Moix la lucha que mantuvo Gardner contra quienes sólo la querían considerar símbolo del deseo.
Pero resulta imposible convertirse en un icono imborrable a pesar del paso del tiempo si detrás de esa belleza inquietante se abre el abismo de la nada. Supongo que algo parecido le sucedió a Marilyn, ávida lectora, amada por un intelectual como Arthur Miller. Cuentan que Ava siempre huyó de los estereotipos, de las convenciones, de las sofisticaciones que eran sólo apariencia y que remató sus días en Londres en una soledad elegida, dedicándose a pasear y a leer.
Moix, gran cinéfilo y admirador de la actriz estadounidense, concluye en Mis inmortales del cine: «Su rebeldía transmitió una arrolladora furia de vivir. Algo insólito para la esfinge que a menudo representó. Y así como muchas esfinges se llevan sus secretos a la tumba. Ava dejó para el recuerdo una lista de declaraciones de principios. En primer lugar, su empecinada lucha por la libertad total, antepuesta incluso a la conservación de un físico esplendoroso, del que en algunos momentos, renegó como si fuera una maldición«.
No puede ser más cierto eso de que es mejor sugerir que enseñar. Ella lo hizo a la perfección, reafirmándose a través de una de sus frases del guión de La condesa descalza, donde huía de la alta sociedad y la industria del cine: «Mi vida no le importa a nadie. Vivo como quiero y así seguiré». Y precisamente por esta frase mi admiración por la diva continúa intacta.