Un día, un hombre de barba blanca llegó a la ciudad, levantó una pequeña carpa en la que sólo cabían dos personas y puso un cartel fuera en el que se leía: «Se cuentan futuros felices».
Al principio la gente recelaba del extraño. «Otro timador», decían, pero la curiosidad rondaba todos los días por aquel lugar.
Finalmente, una persona se decidió a entrar en la carpa. Era una mujer joven que hacía mucho tiempo que no creía en el amor. Entonces, aquel hombre hizo que se mirara a sí misma por primera vez, por dentro y por fuera, la liberó de antiguas ataduras y le habló de una historia imperfecta, llena de risas, en la que tendría que lanzarse y hacer el ridículo más de una vez.
La mujer salió de la tienda no convencida, pero no pudo borrarse de la cara aquella genial sonrisa.
Al cabo de un tiempo, la gente hacía colas para contarle sus difíciles situaciones y pasaban horas esperando para escuchar su voz segura y confiada narrándoles el mejor final de todos aquellos posibles.
Lo más sorprendente era que nada de lo que contaba era increíble, sino que se basaba en aquello que veía en cada persona que le visitaba. Sin adornos ni florituras.
A veces, había gente que tenía tanta fe en lo que él decía, que conseguían hacerlo realidad.
Cuando no era así, al final del día, el hombre guardaba todos aquellos problemas en un maletín sin fondo, lleno de archivadores, y cargaba con su peso hasta que alguna de las historias se resolvía.
Por desgracia, no podía intervenir en ninguna porque sólo la propia voluntad de los individuos era la que podía cambiarlas.
Nadie mejor que él lo sabía. Él también había perdido la esperanza una vez, la ilusión y las ganas de luchar. Dejó escapar lo que más quería por no darse cuenta a tiempo.
Ojalá alguien le contara que no todo tiene por qué ser tan malo como imaginamos, que hay otros futuros posibles y que están más cerca de lo que nos parece en el presente, que se puede recuperar la vida en cualquier momento y volver a ser felices en un instante de gloria.
Para él esa oportunidad ya había pasado. Había llamado a la muerte años atrás y cuando la vio, tan definitiva, sólo pudo implorar su perdón. Esta, conmovida, decidió dárselo.
Desde entonces, el hombre se dedicaba a vagar de ciudad en ciudad, dándole a los demás lo que él no pudo ver en él mismo.