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“En plena conciencia tomo una decisión sobre el futuro de mis obras de arte. Puedo declarar sin exageración que las considero como mis hijos y que su cuidado es una de mis mayores preocupaciones. Ellas representan cincuenta o sesenta años de mi vida”. Esta inscripción recibe al visitante en el Museo Calouste Gulbenkian de Lisboa. ¿Dentro? La belleza. Venida de otras épocas y otros lugares, desde Roma o Mesopotamia, desde Egipto y Armenia, pasando por Francia.
El coleccionista que reunió en este centro las piezas más exquisitas fue Calouste Gulbenkian, un empresario armenio vinculado al negocio petrolífero cuyo objetivo fue poseer las creaciones artísticas de más alta calidad.
Este mismo deseo impulsó al financiero John Pierpont Morgan a crear un espacio a la altura para albergar su biblioteca y archivo de manuscritos históricos. Desde entonces, su nuevo palacio de estilo renacentista en el centro de Nueva York se convirtió en su refugio, donde se dedicaba a leer y a deleitarse con sus tesoros, mientras desde las paredes lo observaban obras maestras de Andrea del Castagno y Domenico Ghirlandaio.
Éstas y más historias las recogen María Dolores Jiménez-Blanco y Cindy Mack en el magnífico libro Buscadores de belleza. Historias de los grandes coleccionistas de arte, editado por Ariel. A través de su lectura puedes recorrer las más destacadas colecciones privadas de arte occidentales de los siglos XIX y XX.
En él quedan reflejados las motivaciones, gustos, búsquedas y biografías de los hombres y mujeres que dedicaron sus inquietudes y esfuerzos a reunir las más brillantes colecciones artísticas. Gracias a ellos, muchas se conservan y podemos contemplarlas hoy día en importantes instituciones como el Metropolitan Museum of Art, la Frick Collection, el British Museum, el Musée du Louvre, el Museo Lázaro Galdiano o el Museo Thyssen-Bornemisza.
Este último es uno de mis preferidos. Un lugar que visitaría un rato cada día para notar cómo se hidrata mi mente y sus recovecos se expanden deslumbrados ante los oros de una pintura veneciana del siglo XIV, perfilan los brocados del vestido de Giovanna Tornabuoni o distinguen las flores que rodean al joven caballero del retrato de Carpaccio.
La pasión. La pasión por la belleza. Ésa, a parte de otras consideraciones como el prestigio social, motivaciones fiscales o filantrópicas, es la razón que diferencia a los verdaderos coleccionistas de arte de los aficionados esclavos de modas y opiniones de críticos. El párrafo que las autoras reproducen de George Harvey describe el secreto mejor guardado del magnate Henry Clay Frick: “Amaba sus cuadros con la misma pasión que sentía por los niños… A menudo, ya de noche, al final de un día difícil, cuando todo estaba tranquilo, Frick se metía sigilosa, casi furtivamente, en la galería, encendía las luces y se sentaba durante una hora o más, primero en un diván, después en otro, absorbiendo sosiego y felicidad”
Frick amaba el arte, ¿pero cómo explicar ese sentimiento? ¿Cómo describir la pasión?. El brillante actor Guillermo Francella se lo desvela de forma clarividente a Ricardo Darín en una de las mejores escenas de El secreto de sus ojos.